18 de abril de 2007

La Cita

Después de haber tenido durante toda mi vida sexo esporádico y sin amor, con personas variopintas y en lugares tan dispares, que me invitasen a cenar resultó ser una experiencia totalmente nueva para mí. Su plan era: cocinar, comer, salir y bailar. 
Mi plan era: comer, bailar, trasnochar y follar. Obviamente, no le iba a comentar las diferencias entre mis planes y los suyos, pero vamos, como soy una persona abierta, pensé que su idea de cita no estaría mal del todo, y acepté gustosa y con las hormonas en posición de defensa.
Cuando por fin llegó el viernes noche, busqué las galas y la barra de labios más sensuales que tenía en el armario, me calcé con mis tacones de la suerte –cómodos, seductores y elegantes- y fui a su casa. Tenía tantas expectativas puestas en aquella cita, que temía que se vieran frustradas al final de la noche.
Encontré su casa rápidamente. Llamé al timbre. No salía nadie. Llamé otra vez, esta sí. Abrió la puerta, le vi y le saludé con un inocente beso en la mejilla. No me tiré encima de él por no olvidar que era tímido y que podría reaccionar inesperadamente. Me ponen los tímidos.
Todo iba a la perfección. El menú era exquisito y afrodisíaco, el vino espléndido y la compañía… De repente me vi envuelta en el huracán de la seducción y haciendo cábalas sobre el momento idóneo para lanzarme descaradamente y atacar. Aquella situación me recordaba a los documentales de la 2, cuando una viuda negra tejía su tela de seda para cazar a su desvalida presa… Pero pensé que aún no era el momento y que, seguramente, huiría para esconderse. Así que, tal y como estaban las cosas, decidí armarme de paciencia e invitarle a una copa a algún pub para sacarlo a bailar y, de paso, llevarlo al terreno que más dominaba: allí no se me escaparía.
Varias copas más tarde, el sutil estado de embriaguez solidario inducía nuestras ganas de reír y que nuestras feromonas flotaran en el aire y volaran del uno al otro como las esporas en plena época de alérgicos. Sin embargo, la noche estaba a punto de terminar y, según parecía, el único sitio en el que iba a poder bailar era en la pista.
Me llevó a casa. Nada de sexo, por eso paso, pero nunca le perdonaré que me dijera que no cuando le invité a subir. Sin embargo, se despidió con uno de esos besos salvajes en los que el oxígeno de todas las arterias del cuerpo se concentran en la boca… y la lengua... Entonces me di cuenta: me había enamorado. Casi lloro.